La calidad de una democracia se mide, entre otras cuestiones, por la independencia, autonomía e integridad de los poderes del Estado que la conforman. No sólo la clásica división entre ejecutivo, legislativo y judicial, sino entre los entes que la componen: fiscalía, fuerzas y cuerpos de seguridad, agencia tributaria, reguladores,…
En la causa seguida contra los protagonistas del “procés”, llevada a cabo por Pablo Llarena, hemos vuelto a comprobar, salvaguardando el derecho de defensa y la presunción de inocencia de los encausados, cómo el Estado de Derecho en España existe y está por encima de la política y los intereses particulares de unos pocos en defensa del bien común representado en la ley como expresión máxima de la voluntad popular.
Los ataques o críticas contra el magistrado instructor podrían entenderse como reflejo de la libertad de expresión, pero son deleznables e intolerables cuando provienen de alguna parte del propio Estado que debería velar por la lealtad institucional. Así, la acción de Llarena no es la de un juez particular que decide investigar unos hechos tan controvertidos como los del 1 de octubre, y sus posibles consecuencias penales como la desobediencia, malversación de caudales públicos, sedición, alzamiento o rebelión. Esa actuación es la muestra del engranaje de un Estado de Derecho perfectamente delineado tras más de 30 años de democracia. Esto es: un juez que debe reconstruir los vestigios del delito, que adopta medidas cautelares acordes con la ley para salvaguardar los fines del procedimiento penal; una fiscalía que ejerce de acusación en la defensa de los intereses generales; unas fuerzas del orden público como brazo ejecutor del poder punitivo del Estado; y una abogacía ejerciendo el sagrado derecho de defensa. Todo enmarcado en un concierto de normas y garantías procesales como los recursos de reforma y apelación contra aquellas decisiones que va acordando el instructor. Pero también las posibles vías de revisión en segunda instancia, como los recursos al Tribunal Supremo, posteriormente al Constitucional en vía de amparo, y por último la posibilidad de acudir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Un Estado de Derecho no es el reflejo de la simple voluntad de sus gobernantes sino la correcta aplicación de una estructura de normas que, incardinadas correctamente, proveen de justicia y libertad a sus ciudadanos. La labor del instructor no es tarea fácil, como tampoco lo es el enjuiciamiento de los delitos por parte del Tribunal. Sin embargo, ante los envites sociales y las presiones políticas, estará en nuestras instituciones saber diferenciar lo que clama la opinión pública de la inexorable y debida aplicación de nuestra expresión general, la ley. Ya sentenció Abraham Lincoln que “la más estricta justicia no es siempre la mejor política”.