El 21 de diciembre y el resultado de las urnas en Cataluña reflejaron un diagnóstico claro: una sociedad fracturada y la necesidad de plantear unas medidas políticas serias, profundas y de futuro que desatascaran a largo plazo el enconamiento político actual, ya que de lo contrario las posiciones quedarían condenadas a radicalizarse y a perpetuarse en el tiempo.
Un análisis de nuestra historia nos muestra que los surgimientos de nuevos Estados se producen, entre otras cuestiones, por dos causas: por un lado la existencia de un proyecto político, y por la falta de miras de la clase dirigente incapaz de poner soluciones ante la inminente amenaza de una fractura social. Así, en 1774 comenzaba la guerra de la independencia de las 13 colonias frente al Reino Unido, como consecuencia de un rey Jorge III incapaz de entender la realidad de estas y opuesto a que las mismas pudieran tener voto en Westminster. Tal obcecamiento llevó al levantamiento de las colonias a la proclamación en 1776 de la independencia de los Estados Unidos, un problema social que en inicio no era rupturista pero que terminó siéndolo. Del mismo modo, Ghandi en la India o la declaración de independencia de las restantes colonias podrían haber tenido otro destino si la clase gobernante hubiera planteado otras alternativas coherentes con las circunstancias y que pudieran haber augurado un mejor futuro común.
El segundo elemento necesario para la cohesión de una sociedad es la necesidad de tener un proyecto político, de país. En 1949 los padres de la Unión Europea tenían un proyecto europeo que hoy se tambalea precisamente por la falta de fondo del mismo, pero que hace más de 60 años era claro: la unión monetaria y política de todo un continente. Sin embargo, en la España del siglo XXI los retos que nos acechan no parecen enfocados con el suficiente rigor: el modelo territorial, para definir sin complejos el Estado español; la reforma de la justicia, para fortalecer sin complejos la independencia de la judicatura y modernizar el proceso de investigación penal; la reforma de la ley electoral, para no generar desigualdad y disponer de un Senado que cumpla auténticamente sus funciones.
España y Cataluña, como proyecto inherente al futuro conjunto de ambos, deberían desde la lealtad institucional proponer mejoras para ambos y para todo el conjunto del país que tenga un fin común único: el bienestar social del conjunto de la ciudadanía. El viejo discurso entre “independencia sí” o “independencia no” desde una perspectiva política no sólo es endeble sino contraproducente ante las amenazas de la sociedad moderna. Sin embargo, negar el arraigo de esta decisión política en la sociedad catalana es igual de imprudente.
Por ello, para evitar una ruptura social más fuerte, u olvidar el fin último de la política, es necesario construir un proyecto de país, lo suficientemente bueno, sólido y atractivo que reforme las debilidades actuales y permita afrontar un modelo territorial endeble sin complejos, para que la ciudadanía se sienta orgullosa de sus instituciones y de formar parte de él.