Juan Gonzalo Ospina
En Madrid a 9 de octubre 2018
La cuestión en Cataluña sólo puede entenderse en dos parámetros: emoción y razón. Y, desgraciadamente, con frecuencia en el análisis político y social, tienden a ser antagónicos.
En lo que respecta a la emoción, poco se puede analizar más allá del respeto al sentimiento que cada uno de nosotros tiene hacia su tierra, hacia su hogar, hacia su lugar de pertenencia que antes de los Estado Nación se definía como patria (“lugar de donde son tus padres”). Una cosa es eso y otra, en las antípodas, el rechazo subsiguiente a ‘lo de fuera’ o a ‘lo distinto’, siempre una actitud con poco recomendables connotaciones de pura exclusión.
Sin embargo, en el aspecto racional es donde los dirigentes políticos han de trabajar activamente, con visión, liderazgo y autocrítica. Primero, en relación al independentismo más radical que aboga por la ruptura total. No puede comenzar y terminar la posición frente a estos grupos en la confrontación, en el choque de trenes sin diálogo ni alternativas. Justo lo que diferencia el desorden del orden es el respeto a la ley, en este caso autonómica, y a la Constitución. Es obvio que ninguna de las leyes de desconexión tenía las mayorías necesarias para reformar un Estatuto de Autonomía, no digamos ya la Constitución. Por ello, ante la ruptura unilateral, en primera instancia, la ley; toda, en su extensa aplicación, desde la de Seguridad Ciudadana (mal llamada ‘Ley Mordaza’) hasta el Código Penal.
Sin embargo, es necesario abordar la cuestión también con un profundo interrogante: ¿por qué hemos llegado hasta aquí? ¿Por las debilidades de un Estado que no ha sido capaz de estar a la altura? El debate no debiera de sustanciarse únicamente en convencer a esa mayoría independentista de quedarse en España, sino que el proyecto español debiera resultar tan atractivo que no cupiera debate de desconexión. Pero ese proyecto ha faltado en España hace años, y por eso se ha resentido el total de nuestra sociedad. Sin proyecto no hay visión, y sin esta, las reformas ni están ni se las espera.
Los líderes constitucionalistas han de recuperar un proyecto que como en el 78, ilusionara a la ciudadanía, una reconversión, en cierto modo, de país: en justicia, en sanidad, en educación, en medioambiente o, desde luego, en la esfera humanitaria como en la internacional. Pero nuestros líderes parecen más preocupados en administrar el BOE que en gobernar.
Faltaría por último dar la razón a cierto argumentario utilizado por los independentistas: no vale hacer trampas en el solitario. España requiere de profundas reformas que traigan al país la calidad democrática que merece: Una justicia más independiente; una reforma legislativa que represente mejor a los territorios y a los propios ciudadanos; una reforma fiscal, no como el enésimo parche. En definitiva, un mapa nuevo que redefina las competencias del Estado y las Comunidades Autónomas.
La España del Siglo XXI se enfrenta a la oportunidad de estabilizar los errores del pasado desde el profundo bienestar del marco constitucional. No desde la negación del contrario sino desde la crítica, la reflexión, la mesura, la ambición y el deseo de convivir juntos. Es una tarea grande y noble. Pero, sobre todo, es posible y deseable. ¿Nos ponemos a ello?
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